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Acudo al domicilio con el musicoterapeuta, nuestro Nacho. Él, 80 años, cáncer de pulmón y linfoma, deterioro cognitivo moderado, dependiente para todas las actividades. Ella, de la misma edad, demencia avanzada, dependiente total. Los cuida una trabajadora muy implicada. Acaba de llegar su hijo de Argentina. Su hijo nos dio el visto bueno para intentar una sesión y ver qué pasaba.
 
Nos presentamos, él interacciona y responde a las preguntas, nos saluda muy cordialmente. Ella tiene la mirada hacia la pared, imposible conectar. Nacho saca la guitarra. Previamente había hecho una breve historia musical con el hijo, sobre los gustos de sus padres.
 
Suena Angelitos negros, de Antonio Machín. De repente, ella fija su mirada hacia Nacho, ojos tristes y azules, apenas parpadean, pero no quitan la mirada. Él canturrea en voz baja, le cojo la mano y marcamos juntos el ritmo. El hijo coge la mano de su madre, que continua con la mirada fija en Nacho; de repente sonríe, y sus ojos se llenan de brillo.
 
En un instante, todos estamos conectados.
 
La cuidadora, apartada, muy discreta, sonríe también. Acaba la canción, él exclama: “¡Fenómeno!”. Ella mueve la boca, su hijo interpreta que le ha gustado. No deja de mirar a Nacho.
 
Aún tengo en la retina esos ojos.
 
 

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